Valió la pena

Es una bonita fantasía (ilegal pero bonita) que, si estudiamos detalladamente todas las imágenes de Breaking Bad, todas sus escenas, todos sus planos, llegaremos a conocer el secreto de Walter White. Que descubriremos cómo conseguía que su droga fuese la mejor, la más pura. Y es probable que alguien haya hecho ya ese experimento… y haya caído en que la serie es eso, una serie, y que por muy bien anclada que esté en la realidad, no deja de ser una ficción. Como diría Chus Lampreave, aquí iba a estar yo si supiese cómo hacer la mejor metanfetamina. Anda que no.

Pero de la serie de Vince Gilligan sí hemos aprendido otras cosas. Como cualquier gran obra de arte, como todas las narraciones trascendentes, Breaking Bad deja un legado. En la serie pasan cosas y la serie dice cosas. Cosas como que no es tarde. Que nunca es tarde.

Walter White descubre su auténtico talento recién cumplidos los cincuenta. A la edad a la que los futbolistas llevan como mínimo una década retirados y las modelos dos, el profesor de química da el primer paso en su nueva profesión. Para él al principio ni siquiera es eso. Pero de encargo desesperado pasa a trabajo temporal y de ahí a ocupación permanente, para finalmente ser una carrera modélica. Ilegal pero modélica. Pura meritocracia en el mundo de la fabricación de estupefacientes.

Pasada la crisis de la mediana edad, White todavía no sospecha que su nombre de guerra se convertirá en una leyenda: Heisenberg. Ni que su cara (con sombrero, claro) adornará camisetas. Tardará en saber que él es el peligro, y tardará en decirlo. Cuando lo haga ya sabrá, como los espectadores de la serie, que las segundas (y las terceras) oportunidades entran por las puertas más insospechadas y en los momentos más inesperados. El triunfo de White fue colarse en el que creía el último tren… y terminar manejando la locomotora. Es precisamente en la famosa escena del tren donde vemos en qué se ha convertido el inofensivo profesor de instituto: ya no juega para ganar a la muerte, ni siquiera para ganar a los demás, juega para ganarse a sí mismo. Es el Messi de la meta, el Steve Jobs de los matraces. Necesita un vagón cisterna y lo necesita YA.

La edad de su protagonista hace que nos cueste ver Breaking Bad como una historia de aprendizaje. Sin embargo, pocas veces la serie retrocede a un tiempo antes del cáncer, de la metanfetamina, de la caravana descontrolada y el profesor en calzoncillos y mandil de cocinero chungo. Esa imagen, que en la vida de Walter White es el comienzo del fin, en la de Heisenberg es nacimiento. Lo que hay antes no vale. Lo anterior es mostrado de manera casi onírica: el comienzo de una nueva vida con Skyler, la mediocridad soportable, la rendición. Sólo en una ocasión es esa vuelta al pasado distinta y lo es en forma de, oh sorpresa, venganza. Cuando Walter visita a los socios que una vez lo engañaron, negándole una vía mejor (y no delictiva) a la gran vida, él es ya Heisenberg y, sobre todo, SABE que lo es. También sabe que su final está, esta vez sí, muy cerca. Y que es el final definitivo, que no habrá nada después. Walter White vivió cinco décadas llenas de decepciones y malas noticias. Heisenberg sólo dos años, pero qué dos años. De manera muy astuta (o quizá cobarde) Breaking Bad no le otorga a su protagonista un discurso final grandilocuente. O unas escuetas últimas palabras que, combinadas con la sonrisa socarrona del mejor Bryan Cranston, dejaran al espectador clavado en su sofá durante un buen rato: “sí, valió la pena”.

Por Alberto Rey @Albertoenserie

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