La reconversión de Walter White

En cinco temporadas Walter White pasó de ser, según el creador de Breaking Bad Vince Gilligan, “alguien en quien nadie se fijaría por la calle a alguien que cruzarías de acera para evitar”. La serie supo aprovechar el formato televisivo (50 horas) para contar el relato de un profesor de química que se transforma en el más sádico capo de la droga de Nuevo México. Pero Breaking Bad, cuyo título (“rechazar las convenciones sociales en beneficio del beneficio personal”) ya era una advertencia explícita de sus intenciones, se aprovechó de algo más: abusó de nuestra sensibilidad, nuestra ingenuidad y nuestra predisposición como espectadores convencionales.

Y como tales, tenemos tendencia a ponernos de parte del protagonista. O al menos la teníamos hace diez años. Especialmente cuando ese protagonista se postula como una víctima, del cáncer y del sistema, que por primera vez en su vida le planta cara a la sociedad opresiva. Un hombre brillante pero humillado a quien, según la justicia poética, el mundo le debe varios millones de dólares. Ese es el primer error de Walter White: cree en la justicia poética. Y nosotros también. La serie lo sabe y por eso nos presenta en el episodio piloto a White, patético, moribundo y aterrorizado, fracasando hasta en su intento de suicidio en calzoncillos. Cuando decide fabricar la metanfetamina más pura del país, sus intenciones son tan nobles (dejar una herencia holgada a su mujer y a su hijo) que sentimos empatía, compasión e incluso cierta admiración hacia él. Al fin y al cabo, llevamos décadas poniéndonos del lado del antihéroe en todos los dramas criminales que vemos e incluso aplaudiendo su descaro y agallas al enfrentarse al orden establecido que tantas frustraciones nos provoca. Pero Walter White irá más allá y le dará un nuevo significado a la expresión “vencer la batalla contra el cáncer” convirtiéndose él mismo en un cáncer y luchando una batalla que se ha montado él solo.

Si los antihéroes emergen en la tierra de nadie baldía que separa al héroe (ese que se embarca en un viaje con un propósito altruista que le transforma) del villano (quien sacrifica el bien mayor en beneficio de un interés personal), Walter White se erige como el antihéroe definitivo del siglo XXI. El conflicto, para él y para nosotros, es que su viaje resulta no avanzar hacia adelante sino hacia abajo. Hacia la putrefacción moral. Y, cuando se estrenó Breaking Bad hace diez años, nadie estaba preparado para ser testigo de semejante debacle.

Cada espectador tiene su propio instante en el que llegó a la conclusión de que Walter White era un villano sin posibilidad de redención. La hecatombe moral de White no se puede contabilizar como sus fórmulas químicas (99.1% de pureza), sus víctimas (190) o el pastizal que gana (80 millones). De modo que cada persona que ha visto Breaking Bad tiene una opinión distinta respecto a en qué momento se vuelve oficialmente malo. Así de buena es esta serie. Algunos consideran que su primer asesinato deliberado, tras retener al narco de poca monta Krazy-8 varias horas en su sótano e incluso subir a la cocina para sopesar su decisión, es ya un acto barbárico sin marcha atrás. Pero Walter no quería matarlo, solo lo hace cuando se da cuenta de que Krazy-8 le matará a él (y quizá a su familia) si no lo mata a él antes. El asesinato de Krazy-8 puede verse como un daño colateral.

Por eso la mayoría de los fans de la serie señalan la muerte de Jane como el punto de no retorno. La novia de Jesse, el problemático (por llamarlo de alguna manera) ayudante de Walter, le está llevando por el mal camino de las drogas. Y White considera que los narcotraficantes deben ser profesionales y no consumir el producto. Ella se está interponiendo entre Walter y Jesse y, por tanto, entre Walter y su victoria contra el sistema (aunque en este momento de la serie aún creemos que Walter quiere a Jesse). Cuando se cuela en casa de Jesse y observa que Jane se está ahogando en su propio vómito, Walter opta por no ayudarla y dejar que la naturaleza y el destino sigan su curso. Técnicamente, él no hace nada. Pero hay una razón por la que “omisión del deber de socorro” está tipificado como delito y si necesitamos recurrir a tecnicismos para justificar los actos de Walter White quizá es que vamos por el mal camino: exactamente el objetivo de esta serie. En el guión original era White quien colocaba a Jane boca arriba para que se ahogase, pero fue la cadena AMC quien sugirió este giro. Más perverso, más ambiguo, más traumático.

A partir de ahí el reinado del terror de Walter White (rebautizado como Heisenberg en un intento de excusar su ferocidad en un alter ego) solo va a peor moralmente y a mejor televisivamente. Mientras su look no hace más que mejorar (del mostacho de perdedor del piloto a una perilla pelirroja y una cabeza rapada de jefazo) Walter deja de tomar rehenes y pasa a la acción: aniquila a su competencia en el negocio, envenena a un chaval de 6 años con ricino para que Jesse crea que Gus Fring es el culpable, orquesta una masacre en dos minutos de docenas de potenciales enemigos en tres cárceles distintas y asesina a Lydia echándole ricino en la estevia por haberse creído más lista que él. ¿Fue Walter White siempre mala persona pero no había tenido la oportunidad antes? ¿O acaso la moraleja es que cualquiera puede albergar maldad dentro? Hay dos constantes en cada una de las barbaries perpetradas por White: el detonante siempre es el orgullo y él considera que sus actos están justificados porque no tenía más remedio. Y durante algunos episodios, nosotros también lo creemos así, porque confiamos en Walter como narrador del relato. Hasta que nos damos cuenta de que Walter, como al resto de personajes, nos ha estado mintiendo.

Según el creador Vince Gilligan, el mayor talento de Walter White no es la química ni los negocios, sino su habilidad para mentir. A los demás y a sí mismo. Tanto Gilligan como el actor Bryan Cranston señalan el momento exacto en el que White se vuelve malo, mucho antes y de forma menos fastuosa de lo que nosotros creemos: en el cuarto episodio de la serie. Cuando Walter White rechaza la oferta de un puesto de trabajo con seguro médico por parte de sus ex-socios Elliot y Gretchen y prefiere irse a cocinar drogas (que provocarán la muerte de miles de personas) ya no hay salvación posible para él. Ha priorizado su orgullo sobre su bondad.

En ese momento, la serie juega (una vez más) con nuestra condición de espectadores convencionales y entumecidos que creen estar viendo una serie corriente (spoiler: no lo es). El público, al ver que Gretchen y Elliot se han forrado con una empresa de tecnología que Walter ayudó a levantar, instintivamente asumirá que son unos ricachones sin escrúpulos que expulsaron a Walter de la compañía. Que son los malos [no es cierto, Gilligan ha explicado que Walter abandonó el proyecto porque tenía complejo de inferioridad y así lo dan a entender todas las escenas que comparten estos tres personajes]. ¿Cómo se atreven a ofrecer su ayuda a Walter para el tratamiento contra el cáncer? Qué miserables. Ese prejuicio infundado y ese impulso de ponerse del lado de la (supuesta) víctima son lo que permitió que Breaking Bad nos desconcertase, nos pillase desprevenidos y nos atropellase. Así que, a pesar de que necesitemos concretar el momento exacto de su caída para no sentir que hemos apoyado a un monstruo, la serie no va a darnos esa satisfacción. Omisión del deber de socorro. Walter White siempre fue una mala persona. Y siempre fue un buen personaje.

Por Juan Sanguino, @juanlsanguino

Más en el blog: Materia gris